He mudado este blog a una dirección diferente:
http://escritosdeviajes.blogspot.com/
En el malecón, sentados en un banco de madera, charlamos largamente con un hombre de setenta años; ellos mismos no parecen superar sus propias contradicciones: el amor a Fidel que les trajo la salud y la educación gratuita, frente a la falta de libertad y la carencia de los bienes de consumo más elementales.
La parte de la ciudad que recorremos tiene el aspecto de un barco que se hunde poco a poco, quizás desde hace medio siglo. Me recuerda alguna de las calles de
Lo más importante: gente cálida y amable, franca, solamente un hombre maduro sentado a la puerta de su casa se negó a ser fotografiado, el resto: hombres y grupos de jóvenes y mujeres mostraron gusto en ello. Un excelente muestrario fotográfico en todo caso.
* * *
No, definitivamente no. Sí a los cubanos pero no al sistema, no a esa idea de que los turistas sean abultadas billeteras llenas de dólares que hay que asaltar a toda costa. Cinco euros los extranjeros, veinte céntimos los cubanos, para entrar a ver museos que exhiben cuatro cosas; todo es un poco así. Paseos insignificantes por Sierra Maestra, que desde luego no será el Parque Nacional de Ordesa, casi los cincuenta euros por persona. Crazy! Leo toda la tarde sobre los cien últimos años de la historia de Cuba.
El Che debía de entender de muchas cosas pero creo que no comprendió, igual que no comprendieron los rusos, que el hombre no sólo vive de incentivos morales, de ideales —y menos las masas—. Se cargaron los negocios, las pequeñas empresas, también una parte notable del trabajo de la tierra, se burocratizó
Mirando la calle es difícil saber de qué vive
Al final de la tarde el gusto por el pintoresquismo de las calles queda parcialmente anulado; la pátina del tiempo, los colores, la gente sentada en los portales, el mundo afrocubano despreocupado y amigable, desaparece el impacto de lo nuevo.
Perdieron muchos años, ahora tienen que redescubrir otra manera de hacer economía, fomentar la iniciativa privada, dejar que el dinero se mueva.
Mientras caminamos conversamos sobre
Es imposible dejar de proyectar sobre la realidad cubana el hecho de nuestra realidad en Europa, nuestro sentido de la vida y
Cuarenta y tres años de ausencia absoluta de libertad son demasiados años. El entusiasmo que generó la revolución se ha ido enfriando hasta convertir este país (da lástima decirlo) en un lugar insufrible, un galimatías a la caza del dólar en donde participa no sólo el estado sino la población en pleno. La verdad es que estamos saturados. No hay persona con la que hablemos que no quiera desfogarse con la suelta de todos los despropósitos del sistema.
Esto no está hecho para nosotros; hoy se nos pasó por la cabeza la idea de adelantar nuestro vuelo camino de Venezuela. No sabemos qué resultará, o si encontraremos libros lo suficientemente interesantes como para tumbarnos en alguna playa cercana donde el amanecer y el crepúsculo pueda dar parte de nosotros.
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Hablo con Jaime Sabines. Si me preguntaran diría que sí, que esas cosas tarde o temprano las pienso. En el revoltijo de lo humano cabe todo, toda clase de días, los ruidos nocturnos, la tristeza, los anhelos que bajan del cerebro al bajo vientre, la sinopsis universal, la esperanza de un gesto; fornicar, al cabo es como intentar atravesar el más allá, ese trozo de infinito que nos sugiere la exploración de otro cuerpo, ese que apenas existe más que en deseo pero que creemos atajar con la plena energía de nuestra obsesión. Quizás centrando en ello buena parte de mi energía logre ir engañando a mi propia clientela anímica. Primero fue Dios, inconmensurable fusión mística con una idea imposible, después fue la mujer representada por la mitad del género humano, vestida con los atributos de la liturgia, del rito que nos adentra en el camino al otro lado de nosotros mismos.
Deja que la vida entre en ti. Se podría hacer una gran trenza con las citas con que poco a poco vamos hilvanando la correspondencia de este verano.
Oigo a Couperin, leo a Pániker, el aire del ventilador baja con un zumbido regular hasta la cama donde escribo. A un sueño irresistible a las ocho de la noche ha seguido una fructífera lectura que busca entre línea y línea la afirmación, el matiz que venga a abonar la instancia de las propias creencias, a iluminar las intuiciones.
La tarde-noche se hace rincón de selva en donde revolotean las luciérnagas, algún personaje de Hombres de maíz remonta el espacio entre la realidad y la magia de un bosque de luminarias para alcanzar desde este espacio su lugar en la leyenda; tras él no hay nada, desapareció el viaje, el hotel, las calles plenas de resonancias, y sólo existen las voces y las páginas de un libro.
De golpe el libro me agarra por donde más puede, aunque lo interrumpe una cucaracha de color achocolatado y tres dedos de ancho, que se pasea como dueña del lugar por el suelo de la habitación; parece un gorrión inquieto, se da una vuelta y termina metiéndose debajo del armario. Salvador Pániker nunca podrá vivir la experiencia de esta compañía porque siempre se hospedó en hoteles de muchas estrellas. A Pániker no le habría venido mal bajar alguna vez de los cielos para encontrarse con
La tarde comenzó con versos de Jaime Sabines, y lo que parecía ser un inevitable irse a la cama a recuperar sueño y a curar restos de agujetas se convirtió en lectura lúcida y en música de Chopin y Couperin. Y ahora me duelen los ojos. El cuerpo y la mente no se ponen de acuerdo y en consecuencia uno de ellos va a tener que ceder a favor del otro, así que apagaré la luz y dejaré a mis pensamientos vagando bajo el ventilador hasta que venga el sueño.
Tenemos que hablar del lenguaje. La idea se me acerca acompañada de la mano de Pániker. “El yo se construye a cada instante, de manera nueva. Lo que a veces más presiona es la necesidad de comunicación. El deseo permanente de comunicación precede al sexo. El sexo es lenguaje.” Y más: “Wittgenstein se refería a los hematomas que se producen en el entendimiento al tropezar con los límites del lenguaje. El lenguaje es la casa del ser, sentencia Heidegger” Y esto viene a cuento del convencimiento pleno de la necesidad de explorar los límites del lenguaje, el nuestro que es el que más importa, porque es obvio que estamos bajo mínimos cuando constantemente eludimos poner en palabras nuestro universo mental en forma adecuada. Cuando uno se encuentra formulaciones y análisis posibles, cuando en lo confuso se proyecta luz, es ineludible preguntarse por las razones de inaccesibilidad con que se nos muestran a nosotros, mortales también, el análisis, la clarificación de los asuntos.
Yo miro mi vocabulario, mis tics, y descubro siempre montones de quizases, de acasos, de términos relativos: a veces, probablemente. La inconsistencia de las ideas, no suficientemente trabadas, pensadas, tomadas así, coladas en nosotros sin apenas darnos cuenta, hacen estragos en nuestro lenguaje y engañan la supuesta seguridad que acompaña a nuestro ideario; de manera que lo que creemos pensar puede ser perfectamente un aire que vino, una negación que nos surgió, un panfleto que fabricamos para justificar a priori cualquier pensamiento o acción. ¿Sobre qué descansan nuestras ideas? ¿Y eso sobre lo que descansa, a su vez, en qué se apoya? Cuando se nos plantea algo para lo que no tenemos respuesta inmediata es fácil que echemos manos a cualquier cosa que ronde por allí al alcance de
Las mentes claras funcionan de otra manera, levantan su universo lingüístico de un modo más sólido e inteligente. Los hábitos del pensar y de expresar las ideas y los pensamientos obligan a una gimnasia mental temprana; también las intuiciones tienen mayores posibilidades de autenticidad, optan por una matrona más polivalente, la experiencia de la que nace es más rica.
¡Rehuímos el esfuerzo tantas veces! Pasmados ahí frente a la interpretación de la realidad, carentes de medios, al final los nosés como colofón de otro tren perdido. Es la historia de una parte de la humanidad, de una parte de nosotros que no encontró todavía la manera de hallar tiempo y ganas para expresarse a sí mismo y para interpretar la realidad inmediata. Hábitos pasivos que hay que intentar descartar, primero, para evitar esa clase de hematomas de que habla Wittgenstein y, después para poder llevar a término una buena comunicación con nosotros mismos y con los demás.
Más allá del sexo no hay nada
el sordo extravío de la soledad
el silencio.
Más allá estoy yo, mi nada anhelante
tensa
bañada de ti,
el frío viento doblando las cañas verdes de las gramíneas.
San
Después
de un viaje de casi doce horas, peregrinamos a la búsqueda de un hotel que se adapte a nuestros gustos y presupuestos. Encontramos al fin una bonita perspectiva, un balcón que da a la Avenida nº 2; salimos a pasear, y de pronto ya no estamos en América Central, no
Anoche volvió a abrirse la tierra en mitad del silencio; y la tierra gimió y lloró, débil primero, como saliendo del sueño, como resistiendo un dolor impostergable. Ahí desperté, cansado, embotado de viaje y kilómetros, al borde todavía de un aria de Puccini, sin saber aún de qué parte del sueño estaba. Había un tráfico ligero en la calle, un rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros, en compases espaciados, el vagido, noche, la tierra, apenas audible pero poderoso, nacido del fondo, tenso, estirado, del grito, del único grito que nos redimirá de la soledad y el dolor; grito de carne e infinitud ahogado entre los brazos, la carne del otro. Y las olas, y las arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra la playa, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría, por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada, como pez fuera del agua, sin aire. Silencio, rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar, agarrarse al encaje de otra ola y rodar de nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro, al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a la tierra.
En la habitación de al lado se celebraba el rito de
Al mediodía ya no era mata de pelo ni pasión de agua luchando en los brazos de la tierra penetrante; era mujer entera, era necesidad de compartir la soledad, forma, carne distinta, ojos diferentes, mirada amorosa, refugio. Los gemidos de la mujer de la noche que me sacaron del sueño, acrisolan mi ser, establecen la primacía de los yos que se cruzan, que han de entenderse, abrazarse para rodar por los ciclos de un tiempo sin un antes ni un después. Rodar.
Estamos en el Museo Costarricense. Los cuadros tarde o temprano terminan hablando ¿Por qué las cercanías de hombres y mujeres susurran siempre, dicen, cantan, hacen soñar historias, son como el horizonte inalcanzable del mar? Mirando algún lienzo pregunto: ¿de qué manera el rompecabezas de la existencia organiza algunas piezas en estos colores y formas? ¿serán imaginaciones mías? ¿Qué será eso que el pintor costarricense, Miguel Hernández, bautiza con “El secreto febril de la vida”? En una sala próxima el artista Herberth Bolaños pinta la sala de sonidos de agua y mandalas, las energías de la tierra son convocadas bajo el celaje de la fuerza invocatoria del hombre con la naturaleza, el hombre que medita y se deja bañar por los rumores de su propio corazón.
Por la noche, de nuevo en el escenario del Teatro Nacional. Un violín solista que interpreta Aires gitanos de Pablo Sarasate me vuelve a recordar el plañir de la noche anterior. La casa invita a un vino después del concierto: buen hábito en unos países donde cuesta ver donde está el vino.
San
En busca de una emoción,
colores y timbres
brillos de ojos
la pulpa de unos labios
el brillo de un recuerdo despertado en la sala oscura de un teatro donde lloran lastimeras las cuerdas de un violín de barro y agua.
Búsqueda de mirar y ver
de oír el runrún del corazón,
las olas ruidosas del Atlántico
junto a la pajiza textura del campo
que rompe como el mar
contra el final de la tarde
llenando de polvo de oro los rastrojos,
de azul ceniciento el horizonte.
Viajo en autobús,
leo al poeta mejicano Jaime Sabines
miro los ojos dormidos de una mujer
el color de la mañana
los hilachos blancos sobre las montañas.
El Cuaderno amarillo de Salvador Pániker, que me compré ayer, espera paciente junto a mis rodillas a que la carretera salga de las tornavueltas de las montañas.
Llueve. El autobús atraviesa el corredor verde de la selva, se hace oscuro, como si entráramos en una cueva; huele a sudor y a campo mojado.
David-Panamá City, 13 de agosto
Ahora hace frío en el bus (aunque fuera la temperatura puede andar por los cuarenta grados), vamos por la segunda película, se ve un paisaje apacible y verde con nubes blancas sobre las colinas.
El currito de turno, eso sí, de corbata y camisa blanca, dice que el aire acondicionado está normal. Nada que hacer, pasar frío en pleno trópico mientras nos atosigan a películas: cosas de la modernidad.
Viajamos por Nicaragua, no debe de quedar mucho para llegar a Managua, desfila ante nosotros un país verde lleno de hondonadas y largos valles; de vez en cuando se ven bandadas de garzas, los poblados pequeños se suceden, llevamos ocho horas de viaje, es agradable alternar la lectura, la escritura, comer algo, dormir un rato dejando a los ojos cerrarse frente al paisaje que pasa. La blandura del contacto de las teclas del portátil es ideal, y mirar fuera mientras los dedos siguen su trabajo en el teclado un lujo. Ahora pasamos por un llano pleno de frutales. Hoy, no sé por qué este viaje parece haberme depositado en un mundo nuevo, ¿será que Nicaragua me cae bien, que el sandinismo dejó por aquí otra manera de entender cómo se puede hacer política? No sé, de hecho el paisaje está muy poco poblado, hay una comunicación silenciosa con el mundo que va pasando, incluso con las nubes, un enorme cumulonimbo blanquísimo que asoma la cabeza por detrás de una montaña. El campo y las laderas están cubierto por árboles no muy altos que se alternan con pastos o con algún que otro maizal; siempre atravesamos algún campo de fútbol improvisado, la fiebre del fútbol es universal.
Cuando uno, pensando en América Central, oye hablar de Arundati Roy (un correo de hoy que nos llega de nuestra amiga Gloria), la impresión que le produce por dentro es que este mundo de bestias no tiene solución. Hoy por la mañana leemos en grandes titulares en La Prensa, de Managua, que un reciente presidente (Alemán, se llama) y su familia entera se apañaron (robo sin más) mil millones de córdobas, es decir el equivalente del presupuesto de sanidad de este país. Todos gozan de inmunidad parlamentaria. Inútil en esta tarde de calor sacar conclusiones de ningún tipo, sólo dolor de tripa. Hace un par de años dejé sin concluir un libro que versaba sobre el estado de despilfarro y corrupción en la India, era un libro desalentador. Meses atrás, con la idea de ponerme al día sobre los países de América Central leí a Manuel Leguineche y, confundido por el título: Viajar, con un subtítulo que parodiaba a Lowry, Sobre el volcán, me enfrasqué en una historia de violencia y despropósitos que estaba fuera de mi ánimo lector de aquel momento. Aun así terminé con el libro. Pese a mi instinto, que me hace rehuir la información de lo que pasa regularmente en el mundo, la verdad es que el mazo de la realidad termina por caer en algún momento sobre una conciencia mal preparada para digerir tantos opuestos irreconciliables. Asusta encontrarse con rincones del mundo, husmear la calle al principio de
Tras una larga demora en
Escribía ayer que no se puede hablar sólo del nivel económico. Después nos fuimos al teatro. En la calle no es fácil ver gente que no sea de color, anoche, sin embargo, el 17%, la totalidad de la población criolla, los blancos de aquí, pareció congregarse en pleno, y de gala, para asistir al espectáculo del ballet Bolshói. Con la entrada suministraban una notita indicando muy taxativamente qué se podía o no vestir en tal ocasión. Algo parecido nos sucedió en un espectáculo folklórico en Ciudad de Méjico cuya entrada superaba también los veinte dólares. La cultura y el dinero se reproducen a sí mismos. El trabajo de aprender más sobre esa tendencia generalizada que parece nacida de las manos de un salvaje darwinismo social es difícil. Al hilo del comentario de Gloria, recuerdo haber leído un par de artículos de Arundati Roy relacionados con las maneras en que el dinero se mueve en la India sin parar mientes en arrasar pueblos enteros para obtener pingües beneficios. La canalla internacional es igual en todas partes.
Pero también hay que apuntar otros interrogantes. ¿Por qué estas poblaciones o aquellas viven durante siglos en especiales condiciones desfavorables mientras que otras, más activas, más imaginativas logran encontrar, aun desde una extracción muy baja, el camino hacia una vida mucho más armónica? Hablando en términos generales, ¿habrá en la forma de ser de los pueblos indígenas hábitos, características, que marcan también una continuidad en sus modos de vida? Y pienso en los inuits de Alaska y de las costas del Océano Glaciar Ártico, los mapuches de Argentina, los huiloches de Chile, las gentes del Tibet, los parias de
Y del ballet, todas las alegrías de los encuentros y la elegancia, los sentimientos suscritos unos tras otros por la cristalina continuidad de los movimientos. Dócil el cuerpo en la cresta de una ola, ave gozosa, juegos de agua y aire y música soplada en turbulencias desde el proscenio. Y el círculo brioso y rítmico en un traje de muselina, como potro encabritado retenido por la fuerza y la pasión de la contención, músculos, nervios, juegos. Levedad, alegría, autodominio, ligereza, naturaleza grácil de los cuerpos y las sensaciones.
Y en medio de la oscuridad, dentro de su cono de luz, la emoción manando de la gracia de estar ahí, en medio de un bosque, sentimientos, ternura, tirando del espectador para llevarlo bajo el palio del bosque nocturno, junto a la clapa donde se congregan las aves y el rumor del agua para acoger a la mujer que danza, al hombre que sostiene el cuerpo blanco; el gozo del encuentro aleteando melancólicamente al final de la fiesta de la noche que termina.
“El Gaspar Ilóm apareció con el alba después de beberse el río para apagarse la sed del veneno en las entrañas. Se lavó las tripas, se lavó la sangre, se deshizo de su mal, se lo sacó por la cabeza, por los brazos igual que ropa sucia y lo dejó ir en el río.” (Miguel Angel Asturias. Hombres de maíz)
Se oyen los grillos, el bosque tropical crece frente a nosotros en medio de un ambiente húmedo que da a la noche un toque acogedor. Un porche frente a nuestra habitación nos sirve como lugar de lectura y trabajo; cerca suena la marimba acompañando la alegría de un puñado de salvadoreños que subieron a la montaña a pasar el fin de semana.
La noche tropical hoy es fresquita, la lluvia hizo bajar la temperatura, que desde que entramos en El Salvador era algo agobiante. Encontramos una capital destartalada, pero no menos que Guatemala. La situación política parece que se toma un respiro; el país camina despacio por falta de infraestructura y de medios económicos.
Entre Ocotepeque y Tegucigualpa
Ojos hinchados de mañana temprana de viaje. Vida corriente a la puertas de las casas, estudiantes con mochila, pasa un viejo con un machete de medio metro colgando del cinto; pero nada del dorado madrugón de las estaciones de tren de la India de un invierno lejano. En el fresco de la mañana suenan algunas bocinas, el cielo es claro, plano; después será todavía más plano, y cada vez durante el día costará más encontrar la belleza nueva de un mundo diferente porque los colores y los semblantes tempranos de un invierno de Oriente pertenecen a un pasado difícil de reencontrar (¿o quizás no?). El invierno dorado aquel estaba hecho de dormir difícil y compartir exiguos espacios de maleteros, de sensaciones agolpadas contra el espíritu y acrisoladas por las mixturas de las luces, el sudor de los cuerpos o el aroma de las flores. Es verdad, nunca más existió viaje como aquel del Ganges y la costa del golfo de Bengala camino de Mysore; nunca, ni los ojos, ni los niños, ni la aurora pudieron repetir su pequeño esplendor frente a mí con tal derroche de generosidad. ¿Qué ciudad sería aquella en que amaneció mi cuerpo roto en medio de un gentío, de saris, maletas, bultos, voces, con los rayos primeros del sol cayendo sobre la humanidad del vestíbulo de la estación como sobre el atrio de una catedral medieval, el sol ambarino, padre de la tierra, madre amable que venía a calentar el cuerpo entumecido de los mendigos y los viajeros?
Deberé volver a Oriente en busca del Grial, el polvillo de oro flotando en el crucero, como en un templo, de la estación, los ojos de una niña que fotografié, los montoncitos de azafrán y canela, los colores de las frutas tropicales, los panales tronzados, chorreantes de miel tornasolada. No existe país alguno similar. El mundo fue de blanco y negro hasta que los dioses inventaron los colores y decidieron derramarlos por las ciudades de la India; Shiva, la de los múltiples brazos, cubrió de sangre y azafrán el ara donde dormía el linga, colmó de flores los templos, regaló los tintes del otoño en que vivían los dioses a las ciudades, los derramó por las madrugadas de todo el país.
Mucho en la vida es volver a ayer, a los momentos fugaces que tuvimos la suerte de encontrarnos, momentos magníficos de gracia, de emoción contenida bailando en el pecho. Volver para saber que aún es posible, que las mañanas y las tardes pueden todavía rozar la presencia divina de lo que buscamos; podemos esperar, provocar, ir tras el momento en que nos encontraremos con ese nosotros mismos que se nutre de los regalos esporádicos de los dioses: en la selva, el río despertando de la noche con su alfombra blanca entre los árboles, el vapor de la tierra flotando perezoso entre las garras robustas y mortales del matapalo, entre los espinosos troncos de las ceibas; en la ciudad, la pátina del tiempo, el trajín de la vida y la muerte, como en Varanasi, los restos de un tiempo ido, los muros y las fachadas de decadentes palacios, calles, como fruta en agraz, que sólo los años y el tiempo transforma, como venecias en ciernes, en herrumbroso y delicado lienzo en que apagar nuestra sed de ver y guardar, la honda emoción de lo que el hombre crea y la naturaleza bautiza; en la montaña, la ladera calma, dormida, intemporal, junto al tintineo de las hojas del bosque, el salvaje derrumbe de un cielo de tormenta, la seda azul acostada entre la calina añil del valle, la noche magnífica, profunda como un pozo en cuya hondura titilan las estrellas; en el mar, donde el agua besa la arena cerca de nuestros sacos de dormir que nos protegen del frío de la madrugada, el beso de la brisa que aligera nuestro sueño y nos hace abrir los ojos para decirnos que estamos vivos, que el mar, el viento, la arena, las gaviotas revoloteando a nuestro alrededor certifican que estamos vivos.
Viajamos hacia Tegucigalpa, Tegu, que dicen aquí. Viajar, camino duro tantas veces, búsqueda. Ir al encuentro de las armonías, las estructuras, los colores, las formas, las texturas; abrir los ojos, husmear tras la poesía de los caminos, el calor multitudinario o silencioso de las calles. El alma de los viajes no aparece en las guías, yace escondida tras la esquina de cualquier calle, agazapada en las horas privilegiadas del alba; te tropiezas con ella sin buscarla, basta con estar atentos, vigilar ese tránsito por la tierra para que no se escape eso que estuvo ahí esperándote durante mucho tiempo, a ti, sólo para ti: realidad multivalente de muchos brazos, tronco de muchas ramas.
Y soñar. Y recordar, mientras el bus atraviesa las montañas, mientras suben y bajan pasajeros. El aire me golpea, me llena la cara de brisa y campo verde.
Guatemala, Marinoff, Italo Calvino
Después
de
nuestro gira
turística matinal, el Papa, el gentío, una buena colección de retratos arrebatada por la presencia de
Una tarde más. El último pedazo de ella deshaciéndose entre las páginas de un libro es una imagen que yace esparcida por muchos rincones de la memoria; todas imágenes tranquilas, con sabor a crepúsculo, a tiempo sin tiempo. En el caso de hoy tarde ruidosa que siguió a mañana de agobio y de una búsqueda frenética por huir de la sordidez de algunos establecimientos hoteleros. La calles tumultuosas, ruidosas de Méjico, el cruce de dos de las principales arterias de la ciudad, que habíamos olvidado hoy en nuestro empeño de huir inmediatamente de un lugar decrépito en que nos habíamos metido anoche presionados por la oscuridad, reaparecen hoy como el golpeteo de un martillo pilón junto a nuestros tímpanos. El ruido hace difícil nuestra comunicación, sentados ambos en nuestras respectivas camas situadas en ángulos opuestos de la habitación, debemos a veces gritar para entendernos. Me asomo al balcón, dos vecinas de buen ver y de grandes tetas apoyan sus pechos desmesurados en el poyete de la terraza y ríen ostentosamente mirando a la calle; me gusta verlas; no les quito el ojo de encima, espero con la intención de ver qué sucederá cuando se crucen nuestras miradas; espera inútil. Regreso a Italo Calvino, oigo a la policía abajo, vuelvo a asomarme: trabajo rutinario, varios individuos con las manos sobre la pared son cacheados; todo transcurre en un clima amigable. La calle queda bloqueada por una doble línea de autobuses, sonido de claxon, banderitas en la ventana con las consignas de bienvenida al Papa, gritos; parece una manifestación pero sólo son una acumulación casual de voces.
La nube de smog. Leer a Italo Calvino me produjo siempre la sensación de una lectura que está de vuelta de muchas cosas, la fina ironía, su humor soterrado, parece que destilara un tipo de vida que tiene la capacidad de ver, de analizar, pero a la que uno siente le faltara el impulso pasional de los deseos, la cuesta abajo de
Muchos de sus cuentos son apenas el esbozo de una idea, una pequeña ola que va suavemente a recostar su cabeza en la arena tibia de
Sin embargo, quizás en el fondo, pese a la nube, pese a las hormigas, se esconde la sabiduría del que va despacio y atraviesa la vida con el secreto de alimentarla con sencillos condimentos. Así termina el libro de Calvino: “Ahora yo había visto (había visto los campos donde las mujeres, como en la vendimia, pasaban con cestas descolgando la ropa seca de los hilos, y la campiña sacaba al sol su verde entre aquel blanco, y el agua corría llena de burbujas azuladas), ahora ya había visto y no tenía nada que decir ni por qué meterme en lo que no era cosa mía...... No era mucho, pero a mí que sólo buscaba imágenes para guardarlas en los ojos, tal vez me bastaba".
El Salvador, 1 de agosto
Cuando llegamos al hotel lo primero que nos preguntan: ¿para un rato o para una noche? (?) Somos viajeros de presupuesto bajo, miramos dentro de la habitación, veo en
La habitación no tiene cerradura ni candado. Una verja de hierro en la puerta del hotel puede ser suficiente para que nos confiemos a la honestidad de los propietarios de este establecimiento.
Si dos horas antes, mientras nos alejábamos camino del centro, comentamos que no debíamos habernos precipitado quedándonos en ese hotel, ahora, nada más volver, resulta que encontramos la habitación acogedora. Las paredes arrastran la pátina de un tiempo indefinido, el techo es excesivamente alto, cinco metros más arriba cuelga una débil lámpara que apenas es capaz de transformar la oscuridad en penumbra. Sin embargo hay algo que hace que nos sintamos a gusto, parece estar relacionado con las posibilidades fotográficas del lugar; pienso en mañana por la mañana, en las tomas que podré hacer, ese blanco y ese amarillo, un antiguo interruptor de la luz, el contraste con un moderno ventilador de pie, que parece un marciano en este entorno. Y además, lo más exótico y agradable del momento: una hamaca cruzando la habitación de parte a parte.
Esta primera hamaca en nuestro camino será la premonición de nuestro avance hacia el sur. Por la noche sacamos las tres guías que llevamos y empleamos un par de horas en buscar la ruta que habrá de conducirnos hasta Perú. Nuestra única incógnita, la posibilidad de atravesar por Colombia, se había desvanecido días antes cuando recibimos un correo con los pormenores de la situación política del país; no existían, además, las más mínimas posibilidades de atravesar por tierra ese laberinto entre Panamá y Colombia, que se llama Sierra de Darién. En compensación y dada la dificultad de llegar a Venezuela por otro medio que no fuera el aéreo, decidimos volar a Cuba, para desplazarnos desde allí a Caracas. En el mapa de Venezuela descubrimos una pequeña carretera al sudeste, que llega hasta Manaus. Desde allí seguiremos la ruta de Fitzcarraldo hasta Iquitos, algo más de una semana y media subidos en una hamaca: descansar, leer, mirar al río, asistir al rito diario del crepúsculo reflejado en el agua.