He mudado este blog a una dirección diferente:

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La Habana


La Habana. Noche. Un sexto piso. Temperatura agradable, una ligera brisa se cuela por la ventana. Un par de conversaciones en la calle, fachadas fotográficas; la pátina del abandono de los edificios hace maravillas, restos de tiempos mejores por doquier; como si la gente de los barrios pobres se hubiera mudado a la calle Serrano cincuenta años atrás, aprovechando la oportunidad de que los moradores anteriores hubieran huido precipitados en el mar o en río Manzanares.

En el malecón, sentados en un banco de madera, charlamos largamente con un hombre de setenta años; ellos mismos no parecen superar sus propias contradicciones: el amor a Fidel que les trajo la salud y la educación gratuita, frente a la falta de libertad y la carencia de los bienes de consumo más elementales.

La parte de la ciudad que recorremos tiene el aspecto de un barco que se hunde poco a poco, quizás desde hace medio siglo. Me recuerda alguna de las calles de la India. El bloque en donde nos albergamos tiene, por el contrario, mucho parecido con la casa que habitamos en Moscú hace unos años. Los locales que ofrecen los productos vendidos con la cartilla de racionamiento son muy similares a la que conocimos en Eslovaquia y en otros países del Este hace ya unas décadas: curiosa coincidencia.

Lo más importante: gente cálida y amable, franca, solamente un hombre maduro sentado a la puerta de su casa se negó a ser fotografiado, el resto: hombres y grupos de jóvenes y mujeres mostraron gusto en ello. Un excelente muestrario fotográfico en todo caso.

* * *

No, definitivamente no. Sí a los cubanos pero no al sistema, no a esa idea de que los turistas sean abultadas billeteras llenas de dólares que hay que asaltar a toda costa. Cinco euros los extranjeros, veinte céntimos los cubanos, para entrar a ver museos que exhiben cuatro cosas; todo es un poco así. Paseos insignificantes por Sierra Maestra, que desde luego no será el Parque Nacional de Ordesa, casi los cincuenta euros por persona. Crazy! Leo toda la tarde sobre los cien últimos años de la historia de Cuba.

El Che debía de entender de muchas cosas pero creo que no comprendió, igual que no comprendieron los rusos, que el hombre no sólo vive de incentivos morales, de ideales —y menos las masas—. Se cargaron los negocios, las pequeñas empresas, también una parte notable del trabajo de la tierra, se burocratizó la vida. A partir de determinado momento había que poner en el norte de cada uno un dudoso bien general.

Mirando la calle es difícil saber de qué vive la gente. Desaparecieron los mercados, los vendedores callejeros, los pequeños negocios, se ve mucha gente vagando por la calle; la población de La Habana vive sentada a las puertas de sus casas. El dinero no se mueve, no se puede mover porque no hay. Los dólares son requeridos ansiosamente en todas las esquinas. La época de pedir los bolígrafos por la calle persiste aquí como un hecho sociológico fosilizado que creíamos había desaparecido en el Moscú de los años setenta. Tiendas de dólares y tiendas de pesos. En las de pesos, nada, apenas nada; en las de dólares bastantes más posibilidades. Ergo, conseguir dólares, si no tienes dólares sólo comes frijoles y arroz. Nos encontramos una pareja de aspecto aseado, indagamos, tienen treinta y cinco años, la revolución cuarenta y tres, no han conocido otra cosa, disfrutan de quince días de vacaciones cada seis meses, pero lo único que pueden hacer es sentarse a la puerta de casa, no hay indignación, no saben, no han vivido otra cosa. Visitamos una escuela: la foto de los héroes de la revolución en el centro, un busto de José Martí preside el vestíbulo, el Che desgreñado de siempre un poco más arriba, algo más ostentoso que los retratos de Franco en nuestros mejores tiempos: la escuela está en pleno centro, casi como un stand más para el turismo (no tiene mucho objeto la puerta de una escuela abierta en plenas vacaciones, puesta ahí como piso piloto). Hablamos con el encargado... parece la voz de su amo.

Al final de la tarde el gusto por el pintoresquismo de las calles queda parcialmente anulado; la pátina del tiempo, los colores, la gente sentada en los portales, el mundo afrocubano despreocupado y amigable, desaparece el impacto de lo nuevo.

Perdieron muchos años, ahora tienen que redescubrir otra manera de hacer economía, fomentar la iniciativa privada, dejar que el dinero se mueva.

Mientras caminamos conversamos sobre la libertad. Llevamos treinta años hablando de libertad, el tema es inagotable. Amamos la libertad, es requisito indispensable para vivir con dignidad. Habría que hablar también del hambre y del reparto de la riqueza, también; pero cada vez creemos menos en la bondad innata de nadie, personas o entidades, parece como si la verdad última fuera que a los individuos sólo les salvara su propia fuerza, sus potencialidades puestas a bregar contra la adversidad. No se pueden olvidar grandes consecuciones, pero es evidente que Cuba es un barco que hace aguas desde el punto de vista de aspectos fundamentales del ser humano.

Es imposible dejar de proyectar sobre la realidad cubana el hecho de nuestra realidad en Europa, nuestro sentido de la vida y la libertad. No me siento a gusto en este país, mis expectativas quedaron rotas. Los autobuses y trenes reservan plazas para los turistas, con un precio veinte veces mayor. Me siento como en esos buses que había en Estados Unidos o Sudáfrica en donde los negros y los blancos ocupaban distintos lugares. Los turistas somos de color verde, de aspecto algo sobado, papel moneda con numeritos en las esquinas, en las orejas, que dicen 5, 10, 20, 30 $. Las instituciones, las iglesias, los museos, los medios de transporte, la entrada y salida del país no te miran a ti, miran tus orejas verdes, el panzudo vientre de un célebre personaje americano con el letrero encima de The United States of America.

Cuarenta y tres años de ausencia absoluta de libertad son demasiados años. El entusiasmo que generó la revolución se ha ido enfriando hasta convertir este país (da lástima decirlo) en un lugar insufrible, un galimatías a la caza del dólar en donde participa no sólo el estado sino la población en pleno. La verdad es que estamos saturados. No hay persona con la que hablemos que no quiera desfogarse con la suelta de todos los despropósitos del sistema.

Esto no está hecho para nosotros; hoy se nos pasó por la cabeza la idea de adelantar nuestro vuelo camino de Venezuela. No sabemos qué resultará, o si encontraremos libros lo suficientemente interesantes como para tumbarnos en alguna playa cercana donde el amanecer y el crepúsculo pueda dar parte de nosotros.

* * *

Hablo con Jaime Sabines. Si me preguntaran diría que sí, que esas cosas tarde o temprano las pienso. En el revoltijo de lo humano cabe todo, toda clase de días, los ruidos nocturnos, la tristeza, los anhelos que bajan del cerebro al bajo vientre, la sinopsis universal, la esperanza de un gesto; fornicar, al cabo es como intentar atravesar el más allá, ese trozo de infinito que nos sugiere la exploración de otro cuerpo, ese que apenas existe más que en deseo pero que creemos atajar con la plena energía de nuestra obsesión. Quizás centrando en ello buena parte de mi energía logre ir engañando a mi propia clientela anímica. Primero fue Dios, inconmensurable fusión mística con una idea imposible, después fue la mujer representada por la mitad del género humano, vestida con los atributos de la liturgia, del rito que nos adentra en el camino al otro lado de nosotros mismos.

Deja que la vida entre en ti. Se podría hacer una gran trenza con las citas con que poco a poco vamos hilvanando la correspondencia de este verano.

Panamá







Oigo a Couperin, leo a Pániker, el aire del ventilador baja con un zumbido regular hasta la cama donde escribo. A un sueño irresistible a las ocho de la noche ha seguido una fructífera lectura que busca entre línea y línea la afirmación, el matiz que venga a abonar la instancia de las propias creencias, a iluminar las intuiciones.

La tarde-noche se hace rincón de selva en donde revolotean las luciérnagas, algún personaje de Hombres de maíz remonta el espacio entre la realidad y la magia de un bosque de luminarias para alcanzar desde este espacio su lugar en la leyenda; tras él no hay nada, desapareció el viaje, el hotel, las calles plenas de resonancias, y sólo existen las voces y las páginas de un libro.

De golpe el libro me agarra por donde más puede, aunque lo interrumpe una cucaracha de color achocolatado y tres dedos de ancho, que se pasea como dueña del lugar por el suelo de la habitación; parece un gorrión inquieto, se da una vuelta y termina metiéndose debajo del armario. Salvador Pániker nunca podrá vivir la experiencia de esta compañía porque siempre se hospedó en hoteles de muchas estrellas. A Pániker no le habría venido mal bajar alguna vez de los cielos para encontrarse con la madre Tierra. Con toda seguridad su diario se habría enriquecido con ello. Hace algo más de una semana, en Guatemala (ahora que transcribo de mañana en un salón colectivo del hotel estas notas, se me planta a medio metro un ratón de ojos saltones y mirada curiosa... Mis recuerdos se fueron a Nueva Delhi donde en una habitación buhardilla con una simpática terraza, los ratones, que eran muchos, escalaban por nuestros macutos y nuestras botas y nos miraban como bichos de otro planeta; y no había manera de espantarlos, porque corrían medio metro y volvía a encaramarse al espectáculo de vernos leer en medio de una tarde calurosa. Pena que no podamos convivir en amistosa cercanía); en Guatemala, decía, sucumbí al instinto asesino de espachurrar discretamente a la primera cucaracha que me tropecé en el cuarto de baño; procuré que mis oídos permanecieran incólumes; con la papelera arrastre el cadáver, sin verlo, hasta un rincón. Media hora después volví al servicio y me encontré a tres más; entonces me puse a mirarlas, quise ser consciente del condicionamiento repulsivo con que nos acercamos a estos animalejos; desde mi trono de loza blanca me dediqué a observarlas; cuando permanecía quieto se acercaban a mis pies, movían sus largas antenas; nada por aquí, nada por allá, unos pasitos de ballet hasta situarse cerca del dedo gordo y volvían a pararse no sin antes echar una mirada atrás para comprobar que tenían el campo expedito en caso de peligro: el bote sifónico sin tapa, una ranura bajo el baño, un agujero en la pared. En días sucesivos me reconcilié con ellas. La última noche no las vi, las eché de menos. Siempre esperé inútilmente a que aquellas cucarachas echaran a volar, que es lo que sucedió en una ocasión en un hotel de Marrakech, cuando me despertó en mitad de la noche un sonido similar al que hacen las langostas cuando vuelan. Decía hace un rato —con tanto paréntesis uno pierde el hilo— que el libro me agarra precisamente allá donde estoy ahora mismo: “ninguna teoría tiene fundamento absoluto. O sea que uno escribe a tientas —piensa a tientas, añadiría yo—. Uno escribiendo trata de enterarse de lo que ya sabe”. Ergo, algo similar la lectura de esta tarde, la sensación de que leyendo uno se va enterando de lo que ya sabe.

La tarde comenzó con versos de Jaime Sabines, y lo que parecía ser un inevitable irse a la cama a recuperar sueño y a curar restos de agujetas se convirtió en lectura lúcida y en música de Chopin y Couperin. Y ahora me duelen los ojos. El cuerpo y la mente no se ponen de acuerdo y en consecuencia uno de ellos va a tener que ceder a favor del otro, así que apagaré la luz y dejaré a mis pensamientos vagando bajo el ventilador hasta que venga el sueño.




Tenemos que hablar del lenguaje. La idea se me acerca acompañada de la mano de Pániker. “El yo se construye a cada instante, de manera nueva. Lo que a veces más presiona es la necesidad de comunicación. El deseo permanente de comunicación precede al sexo. El sexo es lenguaje.” Y más: “Wittgenstein se refería a los hematomas que se producen en el entendimiento al tropezar con los límites del lenguaje. El lenguaje es la casa del ser, sentencia Heidegger” Y esto viene a cuento del convencimiento pleno de la necesidad de explorar los límites del lenguaje, el nuestro que es el que más importa, porque es obvio que estamos bajo mínimos cuando constantemente eludimos poner en palabras nuestro universo mental en forma adecuada. Cuando uno se encuentra formulaciones y análisis posibles, cuando en lo confuso se proyecta luz, es ineludible preguntarse por las razones de inaccesibilidad con que se nos muestran a nosotros, mortales también, el análisis, la clarificación de los asuntos.

Yo miro mi vocabulario, mis tics, y descubro siempre montones de quizases, de acasos, de términos relativos: a veces, probablemente. La inconsistencia de las ideas, no suficientemente trabadas, pensadas, tomadas así, coladas en nosotros sin apenas darnos cuenta, hacen estragos en nuestro lenguaje y engañan la supuesta seguridad que acompaña a nuestro ideario; de manera que lo que creemos pensar puede ser perfectamente un aire que vino, una negación que nos surgió, un panfleto que fabricamos para justificar a priori cualquier pensamiento o acción. ¿Sobre qué descansan nuestras ideas? ¿Y eso sobre lo que descansa, a su vez, en qué se apoya? Cuando se nos plantea algo para lo que no tenemos respuesta inmediata es fácil que echemos manos a cualquier cosa que ronde por allí al alcance de la mano. No tenemos tiempo, siempre hay cosas que hacer, uno no puede pararse porque corremos el peligro de quedarnos alelados en la esquina de la calle mientras el gentío se mueve incansablemente; y así nuestras “adquisiciones”, una tras otra a lo largo de los años, pueden ser pobres conjeturas precipitadas que no tuvieron tiempo para ser confirmadas, pero que van formando un espeso fondo sobre el que se acumulan otras “verdades”; exactamente como los corales, las verdades de abajo se volverán axiomas, se petrificarán y sobre ellas nacerán otras verdades improvisadas, y otras y otras.

Las mentes claras funcionan de otra manera, levantan su universo lingüístico de un modo más sólido e inteligente. Los hábitos del pensar y de expresar las ideas y los pensamientos obligan a una gimnasia mental temprana; también las intuiciones tienen mayores posibilidades de autenticidad, optan por una matrona más polivalente, la experiencia de la que nace es más rica.

¡Rehuímos el esfuerzo tantas veces! Pasmados ahí frente a la interpretación de la realidad, carentes de medios, al final los nosés como colofón de otro tren perdido. Es la historia de una parte de la humanidad, de una parte de nosotros que no encontró todavía la manera de hallar tiempo y ganas para expresarse a sí mismo y para interpretar la realidad inmediata. Hábitos pasivos que hay que intentar descartar, primero, para evitar esa clase de hematomas de que habla Wittgenstein y, después para poder llevar a término una buena comunicación con nosotros mismos y con los demás.





Más allá del sexo no hay nada

el sordo extravío de la soledad

el silencio.

Más allá estoy yo, mi nada anhelante

tensa

bañada de ti,

el frío viento doblando las cañas verdes de las gramíneas.


Costa Rica

San José (Costa Rica)

Después de un viaje de casi doce horas, peregrinamos a la búsqueda de un hotel que se adapte a nuestros gustos y presupuestos. Encontramos al fin una bonita perspectiva, un balcón que da a la Avenida nº 2; salimos a pasear, y de pronto ya no estamos en América Central, no la América Central que hemos vivido desde que aterrizamos en Ciudad de Méjico; son el conglomerado de animadas calles peatonales que conocemos en la Europa mediterránea: apañadas, agradables, placenteras de pasear. Chequeamos el correo, nos vamos de paseo y nos encontramos con un anuncio: Tosca, Jacomo Puccini, última representación esta misma tarde, el espectáculo comienza en una hora. Una carrera hasta el teatro. Una banda ancha blanca cruza el cartel donde se anuncia la actuación: localidades agotadas. Nos vamos a tomar un piscolabis y volvemos enseguida a la puerta del teatro. El mismo ambiente de gala que ayer noche con el ballet Bolshoi en Managua, pero menos provinciano; rondamos a los hombres y mujeres que se acercan a la puerta. Cuando faltan diez minutos hay mucha gente nerviosa con las entradas en la mano esperando a la pareja, a un amigo; preguntamos, nada. A las ocho, empiezan a cerrarse las puertas, Berta insiste a un muchacho que ya no sabe donde poner sus nervios y que no hace otra cosa que mirar el reloj. A lo lejos aparece el amigo esperado por fin. El vestíbulo está vacío. Bueno, dice ella, vamos a tomarnos un café a la salud de Puccini, y salimos andando hacia la calle. Cuando empezamos a alejarnos un hombre se acerca apresuradamente a nosotros y nos ofrece dos entradas; ni siquiera hace intención de cobrarlas, salimos corriendo; la puerta está cerrada, nos abre un señor de librea, le miro con cara de cordero recién salido del matadero, le digo: ¿nos dejará entrar, por favor? Trepamos corriendo la escalera. Eso mismo, las primeras escenas de Fitzcarraldo, de Wernerg Herzog subiendo las escalinatas del teatro de la Opera en Managua. Llegando al tercer piso oímos ya los primeros compases de la obertura. Desde nuestras butacas la visibilidad no llega más allá de la mitad del escenario. Pero estamos dentro, en el interior de una catedral, el pintor Rodrigo y el sacristán inician su parlamento; Tosca, celosa a rabiar rastrea el escenario buscando una voz que oyó mientras se acercaba a su amado. Y ya tengo tiempo para mirar esta pieza de museo donde no cabe un alma más, teatro pequeño, acogedor, decimonónico. Cuando comienza el segundo acto me escurro hacia la barandilla tapizada y encuentro la manera de seguir el espectáculo de rodillas con el cuello asomado hacia el foso. Sí, señor, ver a Puccini de rodillas, toda una metáfora; la orquesta debajo de mí, paseo a ratos la vista por el público, por las filigranas del techo, por la escena colorista, recoleta, apretada, llena de sabor de época. Y suena, lo esperaba desde hacía un largo rato, aquello de mísera que canta Tosca y que tantas veces oímos a la Callas y a la Kiri Te. Me sube un escalofrío por el cuerpo; los espectadores aplauden frenéticamente, la orquesta debe pararse. Y en el acto tercero el aria, un hermoso canto a la vida de Rodrigo, que espera ser fusilado aquella madrugada. Y un final apoteósico lleno de vítores y saludos junto a una emoción genuina que transmite la satisfacción de un público agradecido.

Anoche volvió a abrirse la tierra en mitad del silencio; y la tierra gimió y lloró, débil primero, como saliendo del sueño, como resistiendo un dolor impostergable. Ahí desperté, cansado, embotado de viaje y kilómetros, al borde todavía de un aria de Puccini, sin saber aún de qué parte del sueño estaba. Había un tráfico ligero en la calle, un rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros, en compases espaciados, el vagido, noche, la tierra, apenas audible pero poderoso, nacido del fondo, tenso, estirado, del grito, del único grito que nos redimirá de la soledad y el dolor; grito de carne e infinitud ahogado entre los brazos, la carne del otro. Y las olas, y las arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra la playa, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría, por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada, como pez fuera del agua, sin aire. Silencio, rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar, agarrarse al encaje de otra ola y rodar de nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro, al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a la tierra.

En la habitación de al lado se celebraba el rito de la vida. Espectáculo libre y gratuito, tierno, al que es imposible no sumar la tierra y el agua de otros mares, para a su vez volver a amanecer al fondo de la noche, abrazados y dormidos junto al blando encaje del alma que duerme sobre la hierba.
Al mediodía ya no era mata de pelo ni pasión de agua luchando en los brazos de la tierra penetrante; era mujer entera, era necesidad de compartir la soledad, forma, carne distinta, ojos diferentes, mirada amorosa, refugio. Los gemidos de la mujer de la noche que me sacaron del sueño, acrisolan mi ser, establecen la primacía de los yos que se cruzan, que han de entenderse, abrazarse para rodar por los ciclos de un tiempo sin un antes ni un después. Rodar.

Estamos en el Museo Costarricense. Los cuadros tarde o temprano terminan hablando ¿Por qué las cercanías de hombres y mujeres susurran siempre, dicen, cantan, hacen soñar historias, son como el horizonte inalcanzable del mar? Mirando algún lienzo pregunto: ¿de qué manera el rompecabezas de la existencia organiza algunas piezas en estos colores y formas? ¿serán imaginaciones mías? ¿Qué será eso que el pintor costarricense, Miguel Hernández, bautiza con “El secreto febril de la vida”? En una sala próxima el artista Herberth Bolaños pinta la sala de sonidos de agua y mandalas, las energías de la tierra son convocadas bajo el celaje de la fuerza invocatoria del hombre con la naturaleza, el hombre que medita y se deja bañar por los rumores de su propio corazón.

Por la noche, de nuevo en el escenario del Teatro Nacional. Un violín solista que interpreta Aires gitanos de Pablo Sarasate me vuelve a recordar el plañir de la noche anterior. La casa invita a un vino después del concierto: buen hábito en unos países donde cuesta ver donde está el vino.


San José-David (Panamá)

En busca de una emoción,
colores y timbres
brillos de ojos
la pulpa de unos labios
el brillo de un recuerdo despertado en la sala oscura de un teatro donde lloran lastimeras las cuerdas de un violín de barro y agua.
Búsqueda de mirar y ver
de oír el runrún del corazón,
las olas ruidosas del Atlántico
junto a la pajiza textura del campo
que rompe como el mar
contra el final de la tarde
llenando de polvo de oro los rastrojos,
de azul ceniciento el horizonte.

Viajo en autobús,
leo al poeta mejicano Jaime Sabines
miro los ojos dormidos de una mujer
el color de la mañana
los hilachos blancos sobre las montañas.

El Cuaderno amarillo de Salvador Pániker, que me compré ayer, espera paciente junto a mis rodillas a que la carretera salga de las tornavueltas de las montañas.
Llueve. El autobús atraviesa el corredor verde de la selva, se hace oscuro, como si entráramos en una cueva; huele a sudor y a campo mojado.




David-Panamá City, 13 de agosto

Ahora hace frío en el bus (aunque fuera la temperatura puede andar por los cuarenta grados), vamos por la segunda película, se ve un paisaje apacible y verde con nubes blancas sobre las colinas.
El currito de turno, eso sí, de corbata y camisa blanca, dice que el aire acondicionado está normal. Nada que hacer, pasar frío en pleno trópico mientras nos atosigan a películas: cosas de la modernidad.

Nicaragua

Viajamos por Nicaragua, no debe de quedar mucho para llegar a Managua, desfila ante nosotros un país verde lleno de hondonadas y largos valles; de vez en cuando se ven bandadas de garzas, los poblados pequeños se suceden, llevamos ocho horas de viaje, es agradable alternar la lectura, la escritura, comer algo, dormir un rato dejando a los ojos cerrarse frente al paisaje que pasa. La blandura del contacto de las teclas del portátil es ideal, y mirar fuera mientras los dedos siguen su trabajo en el teclado un lujo. Ahora pasamos por un llano pleno de frutales. Hoy, no sé por qué este viaje parece haberme depositado en un mundo nuevo, ¿será que Nicaragua me cae bien, que el sandinismo dejó por aquí otra manera de entender cómo se puede hacer política? No sé, de hecho el paisaje está muy poco poblado, hay una comunicación silenciosa con el mundo que va pasando, incluso con las nubes, un enorme cumulonimbo blanquísimo que asoma la cabeza por detrás de una montaña. El campo y las laderas están cubierto por árboles no muy altos que se alternan con pastos o con algún que otro maizal; siempre atravesamos algún campo de fútbol improvisado, la fiebre del fútbol es universal.

Cuando uno, pensando en América Central, oye hablar de Arundati Roy (un correo de hoy que nos llega de nuestra amiga Gloria), la impresión que le produce por dentro es que este mundo de bestias no tiene solución. Hoy por la mañana leemos en grandes titulares en La Prensa, de Managua, que un reciente presidente (Alemán, se llama) y su familia entera se apañaron (robo sin más) mil millones de córdobas, es decir el equivalente del presupuesto de sanidad de este país. Todos gozan de inmunidad parlamentaria. Inútil en esta tarde de calor sacar conclusiones de ningún tipo, sólo dolor de tripa. Hace un par de años dejé sin concluir un libro que versaba sobre el estado de despilfarro y corrupción en la India, era un libro desalentador. Meses atrás, con la idea de ponerme al día sobre los países de América Central leí a Manuel Leguineche y, confundido por el título: Viajar, con un subtítulo que parodiaba a Lowry, Sobre el volcán, me enfrasqué en una historia de violencia y despropósitos que estaba fuera de mi ánimo lector de aquel momento. Aun así terminé con el libro. Pese a mi instinto, que me hace rehuir la información de lo que pasa regularmente en el mundo, la verdad es que el mazo de la realidad termina por caer en algún momento sobre una conciencia mal preparada para digerir tantos opuestos irreconciliables. Asusta encontrarse con rincones del mundo, husmear la calle al principio de la noche. Uno abre la guía y busca datos: Renta per cápita, en Guatemala, por ejemplo, 3900 dólares. Es un dato, 2700 en Nicaragua, donde el aspecto de la ciudad es bastante limpio y aseado. Pero paso las páginas y me encuentro con algunas cifras del recién nombrado presidente de Colombia: una renta de 1700 dólares. Es mejor ahorrar el resto de las circunstancias. Los españoles sembramos la semilla, además de diezmar la población; Colombia según datos de Chomsky encabeza la lista de países con mayor ayuda bélica proporcionada por Estados Unidos. Pero ni siquiera así, ni con toda la sangría producida durante siglos es posible entender los mecanismos de la pobreza y la expoliación con aproximación. Es desalentador comprobar que uno puede dar la vuelta al mundo en cualquier sentido, llenarse los ojos de imágenes, de miradas, de gente, aglutinar dentro de uno millares de circunstancias y encontrarse que a todo aquello es difícil darle un significado global, buscarle una posibilidad de enderezamiento. Porque no se puede hablar sólo de nivel económico.

Tras una larga demora en la frontera Nicaragua-Costa Rica de nuevo en la carretera. Comida de ataque en el bus: muslo de pollo, raspaduras de repollo y plátano frito como la suela de un zapato. Volvemos a la selva, el paisaje se abre a ratos. Llueve.

Escribía ayer que no se puede hablar sólo del nivel económico. Después nos fuimos al teatro. En la calle no es fácil ver gente que no sea de color, anoche, sin embargo, el 17%, la totalidad de la población criolla, los blancos de aquí, pareció congregarse en pleno, y de gala, para asistir al espectáculo del ballet Bolshói. Con la entrada suministraban una notita indicando muy taxativamente qué se podía o no vestir en tal ocasión. Algo parecido nos sucedió en un espectáculo folklórico en Ciudad de Méjico cuya entrada superaba también los veinte dólares. La cultura y el dinero se reproducen a sí mismos. El trabajo de aprender más sobre esa tendencia generalizada que parece nacida de las manos de un salvaje darwinismo social es difícil. Al hilo del comentario de Gloria, recuerdo haber leído un par de artículos de Arundati Roy relacionados con las maneras en que el dinero se mueve en la India sin parar mientes en arrasar pueblos enteros para obtener pingües beneficios. La canalla internacional es igual en todas partes.

Pero también hay que apuntar otros interrogantes. ¿Por qué estas poblaciones o aquellas viven durante siglos en especiales condiciones desfavorables mientras que otras, más activas, más imaginativas logran encontrar, aun desde una extracción muy baja, el camino hacia una vida mucho más armónica? Hablando en términos generales, ¿habrá en la forma de ser de los pueblos indígenas hábitos, características, que marcan también una continuidad en sus modos de vida? Y pienso en los inuits de Alaska y de las costas del Océano Glaciar Ártico, los mapuches de Argentina, los huiloches de Chile, las gentes del Tibet, los parias de la India. Y situados en la India hay que apuntar necesariamente, igual que en Latinoamérica, a la importancia de las creencias religiosas, y tratar de ver la parte que le corresponde en el resultado general. Y ahora que justo encima de mi cabeza se oyen tiros y más tiros (siempre las televisiones rebosando violencia), me pregunto si este círculo descerebrado de los medios y los entretenimientos sin salida (aquí hubo una guerra en el 69, llamada del Fútbol, entre El Salvador y Honduras), como pasto de masa, no tendrá, estará teniendo un papel relevante en la dormidera general. Ya vimos lo que sucedía en Guatemala con la visita del Papa.

Y del ballet, todas las alegrías de los encuentros y la elegancia, los sentimientos suscritos unos tras otros por la cristalina continuidad de los movimientos. Dócil el cuerpo en la cresta de una ola, ave gozosa, juegos de agua y aire y música soplada en turbulencias desde el proscenio. Y el círculo brioso y rítmico en un traje de muselina, como potro encabritado retenido por la fuerza y la pasión de la contención, músculos, nervios, juegos. Levedad, alegría, autodominio, ligereza, naturaleza grácil de los cuerpos y las sensaciones.

Y en medio de la oscuridad, dentro de su cono de luz, la emoción manando de la gracia de estar ahí, en medio de un bosque, sentimientos, ternura, tirando del espectador para llevarlo bajo el palio del bosque nocturno, junto a la clapa donde se congregan las aves y el rumor del agua para acoger a la mujer que danza, al hombre que sostiene el cuerpo blanco; el gozo del encuentro aleteando melancólicamente al final de la fiesta de la noche que termina.


Entre El Salvador y Tegucigalpa

La Palma (El Salvador)


“El Gaspar Ilóm apareció con el alba después de beberse el río para apagarse la sed del veneno en las entrañas. Se lavó las tripas, se lavó la sangre, se deshizo de su mal, se lo sacó por la cabeza, por los brazos igual que ropa sucia y lo dejó ir en el río.” (Miguel Angel Asturias. Hombres de maíz)

Se oyen los grillos, el bosque tropical crece frente a nosotros en medio de un ambiente húmedo que da a la noche un toque acogedor. Un porche frente a nuestra habitación nos sirve como lugar de lectura y trabajo; cerca suena la marimba acompañando la alegría de un puñado de salvadoreños que subieron a la montaña a pasar el fin de semana.

La noche tropical hoy es fresquita, la lluvia hizo bajar la temperatura, que desde que entramos en El Salvador era algo agobiante. Encontramos una capital destartalada, pero no menos que Guatemala. La situación política parece que se toma un respiro; el país camina despacio por falta de infraestructura y de medios económicos.


Entre Ocotepeque y Tegucigualpa

Ojos hinchados de mañana temprana de viaje. Vida corriente a la puertas de las casas, estudiantes con mochila, pasa un viejo con un machete de medio metro colgando del cinto; pero nada del dorado madrugón de las estaciones de tren de la India de un invierno lejano. En el fresco de la mañana suenan algunas bocinas, el cielo es claro, plano; después será todavía más plano, y cada vez durante el día costará más encontrar la belleza nueva de un mundo diferente porque los colores y los semblantes tempranos de un invierno de Oriente pertenecen a un pasado difícil de reencontrar (¿o quizás no?). El invierno dorado aquel estaba hecho de dormir difícil y compartir exiguos espacios de maleteros, de sensaciones agolpadas contra el espíritu y acrisoladas por las mixturas de las luces, el sudor de los cuerpos o el aroma de las flores. Es verdad, nunca más existió viaje como aquel del Ganges y la costa del golfo de Bengala camino de Mysore; nunca, ni los ojos, ni los niños, ni la aurora pudieron repetir su pequeño esplendor frente a mí con tal derroche de generosidad. ¿Qué ciudad sería aquella en que amaneció mi cuerpo roto en medio de un gentío, de saris, maletas, bultos, voces, con los rayos primeros del sol cayendo sobre la humanidad del vestíbulo de la estación como sobre el atrio de una catedral medieval, el sol ambarino, padre de la tierra, madre amable que venía a calentar el cuerpo entumecido de los mendigos y los viajeros?

Deberé volver a Oriente en busca del Grial, el polvillo de oro flotando en el crucero, como en un templo, de la estación, los ojos de una niña que fotografié, los montoncitos de azafrán y canela, los colores de las frutas tropicales, los panales tronzados, chorreantes de miel tornasolada. No existe país alguno similar. El mundo fue de blanco y negro hasta que los dioses inventaron los colores y decidieron derramarlos por las ciudades de la India; Shiva, la de los múltiples brazos, cubrió de sangre y azafrán el ara donde dormía el linga, colmó de flores los templos, regaló los tintes del otoño en que vivían los dioses a las ciudades, los derramó por las madrugadas de todo el país.

Mucho en la vida es volver a ayer, a los momentos fugaces que tuvimos la suerte de encontrarnos, momentos magníficos de gracia, de emoción contenida bailando en el pecho. Volver para saber que aún es posible, que las mañanas y las tardes pueden todavía rozar la presencia divina de lo que buscamos; podemos esperar, provocar, ir tras el momento en que nos encontraremos con ese nosotros mismos que se nutre de los regalos esporádicos de los dioses: en la selva, el río despertando de la noche con su alfombra blanca entre los árboles, el vapor de la tierra flotando perezoso entre las garras robustas y mortales del matapalo, entre los espinosos troncos de las ceibas; en la ciudad, la pátina del tiempo, el trajín de la vida y la muerte, como en Varanasi, los restos de un tiempo ido, los muros y las fachadas de decadentes palacios, calles, como fruta en agraz, que sólo los años y el tiempo transforma, como venecias en ciernes, en herrumbroso y delicado lienzo en que apagar nuestra sed de ver y guardar, la honda emoción de lo que el hombre crea y la naturaleza bautiza; en la montaña, la ladera calma, dormida, intemporal, junto al tintineo de las hojas del bosque, el salvaje derrumbe de un cielo de tormenta, la seda azul acostada entre la calina añil del valle, la noche magnífica, profunda como un pozo en cuya hondura titilan las estrellas; en el mar, donde el agua besa la arena cerca de nuestros sacos de dormir que nos protegen del frío de la madrugada, el beso de la brisa que aligera nuestro sueño y nos hace abrir los ojos para decirnos que estamos vivos, que el mar, el viento, la arena, las gaviotas revoloteando a nuestro alrededor certifican que estamos vivos.

Viajamos hacia Tegucigalpa, Tegu, que dicen aquí. Viajar, camino duro tantas veces, búsqueda. Ir al encuentro de las armonías, las estructuras, los colores, las formas, las texturas; abrir los ojos, husmear tras la poesía de los caminos, el calor multitudinario o silencioso de las calles. El alma de los viajes no aparece en las guías, yace escondida tras la esquina de cualquier calle, agazapada en las horas privilegiadas del alba; te tropiezas con ella sin buscarla, basta con estar atentos, vigilar ese tránsito por la tierra para que no se escape eso que estuvo ahí esperándote durante mucho tiempo, a ti, sólo para ti: realidad multivalente de muchos brazos, tronco de muchas ramas.

Y soñar. Y recordar, mientras el bus atraviesa las montañas, mientras suben y bajan pasajeros. El aire me golpea, me llena la cara de brisa y campo verde.

Guatemala, El Salvador

Guatemala, Marinoff, Italo Calvino



Después de nuestro gira turística matinal, el Papa, el gentío, una buena colección de retratos arrebatada por la presencia de la Curia Romana, pasamos un rato por el hotel a descansar. Me enfrasco en el libro de Marinoff, Más Platón y menos Prozac. Algunos fragmentos de mi lectura: “Hegel considera que el poder existe en dos facetas: para que uno sea poderoso, otro tiene que ser impotente. Los amos obtienen sus sensación de valía a partir de la opresión del prójimo”. Evidencias que conviene recordar. Más: “El filósofo y teólogo judío Martin Buber divide las relaciones en dos tipos: Yo-Tú y Yo-Ello. La primera representa un toma y daca mutuo entre iguales, mientras que la segunda se fundamenta en la propiedad y la manipulación, igual que entre una persona y un objeto. Una relación saludable necesita sobre todo interacciones Yo-Tú, pero lo cierto es que a menudo cometemos la equivocación de tratar a las demás personas como si fueses cosas y entramos en la dinámica Yo-Ello. Ésta constituye otra forma de establecer un desequilibrio de poder que conducirá al conflicto.” El libro de Marinoff es un cajón de sastre esta tarde: “Un hombre nada puede desear a menos que antes comprenda que sólo debe contar consigo mismo; que está solo, abandonado en la tierra en medio de sus infinitas responsabilidades, sin ayuda, sin más propósito que el que él mismo se fija, sin otro destino que el que él mismo se forja en la tierra” (naturalmente, Sartre).

Una tarde más. El último pedazo de ella deshaciéndose entre las páginas de un libro es una imagen que yace esparcida por muchos rincones de la memoria; todas imágenes tranquilas, con sabor a crepúsculo, a tiempo sin tiempo. En el caso de hoy tarde ruidosa que siguió a mañana de agobio y de una búsqueda frenética por huir de la sordidez de algunos establecimientos hoteleros. La calles tumultuosas, ruidosas de Méjico, el cruce de dos de las principales arterias de la ciudad, que habíamos olvidado hoy en nuestro empeño de huir inmediatamente de un lugar decrépito en que nos habíamos metido anoche presionados por la oscuridad, reaparecen hoy como el golpeteo de un martillo pilón junto a nuestros tímpanos. El ruido hace difícil nuestra comunicación, sentados ambos en nuestras respectivas camas situadas en ángulos opuestos de la habitación, debemos a veces gritar para entendernos. Me asomo al balcón, dos vecinas de buen ver y de grandes tetas apoyan sus pechos desmesurados en el poyete de la terraza y ríen ostentosamente mirando a la calle; me gusta verlas; no les quito el ojo de encima, espero con la intención de ver qué sucederá cuando se crucen nuestras miradas; espera inútil. Regreso a Italo Calvino, oigo a la policía abajo, vuelvo a asomarme: trabajo rutinario, varios individuos con las manos sobre la pared son cacheados; todo transcurre en un clima amigable. La calle queda bloqueada por una doble línea de autobuses, sonido de claxon, banderitas en la ventana con las consignas de bienvenida al Papa, gritos; parece una manifestación pero sólo son una acumulación casual de voces.

La nube de smog. Leer a Italo Calvino me produjo siempre la sensación de una lectura que está de vuelta de muchas cosas, la fina ironía, su humor soterrado, parece que destilara un tipo de vida que tiene la capacidad de ver, de analizar, pero a la que uno siente le faltara el impulso pasional de los deseos, la cuesta abajo de la desmesura. Vida reglada, familia, esposa rechonchita buena ama de casa, horario de oficina, expedientes que resolver, lecturas que completar y veranos en las playas del Adriático son aspectos personales que sugieren la lectura de un puñado de libros suyos, de la misma manera que los libros de Conrad sugieren vivencias marinas y aventuras sin fin en ultramar. “¿Cómo se puede, señor, mezclar con la excelsa poesía de Catulo, cuestiones tan prosaicas como los emolumentos por la traducción en que usted trabaja? –escribía Calvino desde su papel de gestor en la Editorial Eunaldi de Torino, al traductor de turno que pedía anticipos por su trabajo-. Calvino parece ir a su bola sin importarle demasiado lo que se mueve a su alrededor; juega con las palabras; se mueve bien dentro de la piel de unos personajes que asumen conscientemente su mediocridad. Es la mirada de un tímido que ve desfilar el mundo desde la sutil sabiduría de quien ha vivido considerable cantidad de años.

Muchos de sus cuentos son apenas el esbozo de una idea, una pequeña ola que va suavemente a recostar su cabeza en la arena tibia de la playa. Como la vida, que muchas veces no es otra cosa que esa línea secreta con que termina uno de sus cuentos (“y le parecía que en el informe embrollo de la vida se escondía la línea secreta, la armonía que sólo se podía encontrar en la muchacha celeste-cielo, y que éste era el milagro de ella: el escoger en cada instante, en el caos de los mil movimientos posibles, aquél y sólo aquél que era justo y límpido y leve y necesario, aquél y sólo aquél que, entre los mil gestos perdidos, contaba.”). Trato de adivinar al autor tras su escritura, confusión a veces posible aunque no descabellada, y me encuentro que muchos de sus personajes tienen rasgos comunes: que el soldado Tomagro del primer relato es el adolescente que fue el reportero de “La nube de smog”; que el lector empedernido del quinto no es otro que aquel que escribió “Por qué leer a los clásicos”, lector asiduo y enamorado de los libros, en donde la historia de una vida parece ser la historia de las lecturas y relecturas cumplidas a lo largo de los años; el empleado que un día descubre inesperada, agradablemente el atractivo de estar con soltura y normalidad entre la gente del otro sexo (“La aventura de una mujer casada”). No es el poeta, pero quiere ajustarse a esa línea secreta y armónica de la esquiadora de otro de sus cuentos. Pero sobre todo es el redactor de “La nube de smog”, el hombre que estuvo en la Resistencia con Cesare Pavese, en los tiempos difíciles del fascismo italiano, pero que termina tras la mesa de un despacho cumpliendo un trabajo y recibiendo un salario. Y mientras tanto las hormigas Argentinas se multiplican, el tiempo pasa y las hormigas siguen ahí, la nube de smog va creciendo, y el aire limpio de los prados aparece cada vez más lejos, más lejos; ese escueto mar apenas más allá del mundo de las hormigas está ahí, a nuestro alcance, pero la obsesión del tiempo, de las hormigas, de las tareas diarias raramente dejarán lugar a ese apacible paseo, mujer, niño, esposo hasta el muelle cercano.

Sin embargo, quizás en el fondo, pese a la nube, pese a las hormigas, se esconde la sabiduría del que va despacio y atraviesa la vida con el secreto de alimentarla con sencillos condimentos. Así termina el libro de Calvino: “Ahora yo había visto (había visto los campos donde las mujeres, como en la vendimia, pasaban con cestas descolgando la ropa seca de los hilos, y la campiña sacaba al sol su verde entre aquel blanco, y el agua corría llena de burbujas azuladas), ahora ya había visto y no tenía nada que decir ni por qué meterme en lo que no era cosa mía...... No era mucho, pero a mí que sólo buscaba imágenes para guardarlas en los ojos, tal vez me bastaba".


El Salvador, 1 de agosto


Cuando llegamos al hotel lo primero que nos preguntan: ¿para un rato o para una noche? (?) Somos viajeros de presupuesto bajo, miramos dentro de la habitación, veo en Victoria un gesto de reticencia, se va ella a otra de al lado, se mete en el cuarto de baño; yo mientras tanto intento que mis pupilas se adapten al interior de la primera estancia, su aspecto sombrío repercute en mi estómago; cuando pasan estas cosas, en mi bajo vientre se produce una especie de vacío, de mi esófago arrancan unos movimientos que deben de parecerse al de los anillos de las serpientes cuando están deglutiendo una pieza desproporcionada para su conducto digestivo. Quedan dos horas de luz, si nos ponemos a buscar hotel se nos hace de noche, y la noche no parece muy recomendable en esta ciudad: nos quedamos. Colocamos los macutos junto a la pared de la puerta, alzo la cabeza hacia el fondo de la habitación y me encuentro con un encuadre interesante: las sábanas blancas y las almohadas se extienden en un armónico escorzo hacia el lado opuesto de la habitación; en el fondo el esmalte amarillo y desconchado de la pared se revela como motivo idóneo para mi cámara. Necesito espacio, me falta un gran angular.

La habitación no tiene cerradura ni candado. Una verja de hierro en la puerta del hotel puede ser suficiente para que nos confiemos a la honestidad de los propietarios de este establecimiento.

Si dos horas antes, mientras nos alejábamos camino del centro, comentamos que no debíamos habernos precipitado quedándonos en ese hotel, ahora, nada más volver, resulta que encontramos la habitación acogedora. Las paredes arrastran la pátina de un tiempo indefinido, el techo es excesivamente alto, cinco metros más arriba cuelga una débil lámpara que apenas es capaz de transformar la oscuridad en penumbra. Sin embargo hay algo que hace que nos sintamos a gusto, parece estar relacionado con las posibilidades fotográficas del lugar; pienso en mañana por la mañana, en las tomas que podré hacer, ese blanco y ese amarillo, un antiguo interruptor de la luz, el contraste con un moderno ventilador de pie, que parece un marciano en este entorno. Y además, lo más exótico y agradable del momento: una hamaca cruzando la habitación de parte a parte.


Esta primera hamaca en nuestro camino será la premonición de nuestro avance hacia el sur. Por la noche sacamos las tres guías que llevamos y empleamos un par de horas en buscar la ruta que habrá de conducirnos hasta Perú. Nuestra única incógnita, la posibilidad de atravesar por Colombia, se había desvanecido días antes cuando recibimos un correo con los pormenores de la situación política del país; no existían, además, las más mínimas posibilidades de atravesar por tierra ese laberinto entre Panamá y Colombia, que se llama Sierra de Darién. En compensación y dada la dificultad de llegar a Venezuela por otro medio que no fuera el aéreo, decidimos volar a Cuba, para desplazarnos desde allí a Caracas. En el mapa de Venezuela descubrimos una pequeña carretera al sudeste, que llega hasta Manaus. Desde allí seguiremos la ruta de Fitzcarraldo hasta Iquitos, algo más de una semana y media subidos en una hamaca: descansar, leer, mirar al río, asistir al rito diario del crepúsculo reflejado en el agua.